Estados Unidos, Rusia y la política internacional de las grandes potencias – EL PAÍS

El fenómeno de la competición entre grandes potencias por la seguridad y el poder fue considerado por muchos en las últimas tres décadas un anacronismo. Sin embargo, ha sido central en momentos históricos como el equilibrio europeo o la Guerra Fría y ofrece algunos instrumentos para reflexionar sobre los acontecimientos en Ucrania y la evolución de la compleja relación entre Estados Unidos y Rusia.

Tras el fin de la Guerra Fría, EE UU carecía de rivales de entidad. Rusia se encontraba en una posición de debilidad extrema y China enfocada en su propio desarrollo económico y social. Podía centrarse en permear el sistema internacional de acuerdo con sus valores e ideales. La expansión de la OTAN fue uno de los instrumentos de los que dispuso.

Este proceso no se realizó sin debate o desconocimiento de posibles consecuencias. Autores como George Kennan, inspirador de la política de la contención estadounidense frente a la URSS, se mostraron críticos con la decisión. Con todo, la prioridad otorgada a la consolidación democrática de los Estados que pertenecían al bloque oriental pesó más que riesgos lejanos, pendientes de materialización. Uno de los participantes en los debates del Comité de Asuntos Exterior del Senado fue Joe Biden.

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Tras la llegada al poder de Vladímir Putin y su apoyo interesado a la Guerra contra el Terror, la relación con Rusia se deterioró como consecuencia de las revoluciones de colores y de la Guerra de Georgia de 2008. Su sucesor, Dimitri Medvedev, al que percibían con una actitud más liberal, despertó las esperanzas de mejora de la relación bilateral por parte de la Administración de Barack Obama y llevó a la política de reset. Tal y como el propio Biden sostuvo en la Conferencia de Seguridad de Munich de 2009: “Es tiempo de apretar el botón de reset y revisitar las múltiples áreas donde podemos y debemos trabajar con Rusia”.

Sin embargo, esta política se hundió como consecuencia de la intervención en Libia, la reelección de Putin en 2012 y las divergencias sobre el conflicto de Siria. La puntilla llegaría con la crisis de Ucrania de 2014, cuando el equilibrio preexistente en Europa entre Rusia y Occidente se quebró. La anexión de Crimea, de relevancia estratégica para Rusia, y el apoyo a los separatistas prorrusos en el Donbás, envenenó las relaciones. En una entrevista para The Atlantic de 2016 el presidente Obama reconoció de manera prospectivamente reveladora que Ucrania era un interés vital para Rusia, no para Estados Unidos, y que el país euroasiático siempre estaría expuesto a la dominación militar rusa, sin importar lo que hicieran.

La llegada al poder del presidente Donald Trump no facilitó las cosas. La controversia interna debido a sus declaraciones sobre el presidente Putin y al debate sobre la injerencia rusa en las elecciones de 2016 imposibilitó cualquier tipo de acercamiento. Su estrategia de Seguridad Nacional volvió a definir la competición entre grandes potencias como un objeto de preocupación central para la Administración.

La intervención en Ucrania únicamente consolida una tendencia preexistente. La guía interina para la Seguridad Nacional de la Administración de Biden afirma que la nueva distribución de poder en el sistema internacional ha creado nuevas amenazas. En particular los generados por grandes potencias como Rusia o, especialmente, China.

Además, una Administración con un discurso marcado por la importancia de las alianzas o de la democracia liberal e integrada mayoritariamente por liberales, como Antony Blinken o Jack Sullivan, no parece el mejor entorno para una mejora en la relación bilateral. Con todo, las dinámicas de la política doméstica y las preferencias del propio presidente hicieron seguir unas líneas fundamentadas en el realismo político, que se probarían con la retirada de Afganistán o con la prioridad otorgada a China.

El estallido de la guerra en Ucrania obligará a realizar modificaciones estratégicas de relevancia. En su discurso de 24 de febrero, el presidente Biden anunció un amplio paquete de sanciones y un incremento de la presencia militar estadounidense en el ámbito oriental de la OTAN. Además, sostuvo que Putin sería un paria a nivel internacional. Pero esta estrategia tiene algunos puntos débiles tanto en el ámbito de la política internacional como de la política doméstica.

En primer lugar, Rusia es un país demasiado grande y relevante para el equilibrio de poder global como para poder aislarlo, como si de Irán o Corea del Norte se tratase. Además, se ha granjeado el apoyo de un actor sistémico como China, cuyas medidas paliarán, aunque no suprimirán, el efecto económico y comercial de las sanciones. Este punto respalda claramente las tesis sobre el desacoplamiento y la desglobalización en sectores estratégicos que algunos autores llevan años poniendo de manifiesto.

En segundo lugar, puede acentuar las divisiones internas en EE UU, donde ya se debate si la participación estadounidense en un escenario geográfico lejano y de escasa relevancia estratégica merece la pena. Este debate va más allá de líneas partidistas y podría beneficiar electoralmente a los rivales de Biden. En especial al ala jacksoniana de Trump si la población estadounidense se muestra afectada por sus propias sanciones en un momento de desconfianza hacia la gestión de sus élites de política exterior.

En tercer lugar, estas medidas pueden tener efectos muy negativos tanto para la política exterior y de seguridad nacional estadounidense —y europea— como para sus objetivos estratégicos a largo plazo e incluso para la estabilidad del sistema internacional. Para hacernos una idea, el concurso de Rusia es relevante en una gran variedad de asuntos que van desde los acuerdos de desarme hasta el programa nuclear iraní, la lucha antiyihadista, los conflictos de la región de Oriente Próximo y Norte de África o la problemática de Corea del Norte. También está crecientemente presente en África y Latinoamérica.

Hasta este momento y, a pesar de la animadversión mutua, las autoridades rusas mantuvieron una actitud pragmática cuando vieron que estaba en su interés hacerlo. Sin embargo, las nuevas sanciones afectarán incluso al presidente Putin y está por ver qué efectos pueden producir en la política exterior del país euroasiático y en el sistema internacional en su conjunto. Además, podría consolidar una visión ideológica y escasamente racional en Occidente de las motivaciones de Rusia, que imposibilitase cualquier tipo de diálogo diplomático a corto y medio plazo.

Con todo, las consecuencias a largo plazo serán las más graves. Un rival más formidable que Rusia, China, pugna por hacerse con una posición hegemónica en la región del Indo-Pacífico y tiene su propio contencioso en Taiwán. Esta crisis hace a Rusia más dependiente de China y consolida definitivamente un bloque unido que los antiguos estrategas de la Guerra Fría habrían querido evitar. Además, podría empantanar a EE UU en un supuesto de relevancia estratégica menor, lo que pesa más para los líderes chinos que cualquier argumento sobre la credibilidad estadounidense.

En definitiva, la guerra de Ucrania constata la consolidación de un sistema internacional que rememora etapas pasadas, caracterizada por la competición entre grandes potencias. Para EE UU no existen soluciones fáciles, viéndose abocado a participar en esta competición. Para los europeos estudiar su propia historia, que es la realidad internacional presente, ya sería un buen comienzo.