Roberto Munita: Es la farándula, estúpido – El Líbero – El Líbero

Junio de 1992, Los Angeles, California. Comienza el talk show de Arsenio Hall, un programa de conversación y variedades de la televisión noventera, con una bluesera versión de Heartbreak Hotel, de Elvis Presley. No es más que una pieza musical más, entre miles de otras que han pasado por los estudios de Paramount. Nadie la recordaría, si no fuera porque la banda es liderada, nada más ni nada menos, por el entonces candidato presidencial de los demócratas, Bill Clinton, quien con anteojos oscuros, hace gala de su talento para tocar el saxo.

Hoy, probablemente, dicho episodio no nos llamaría mucho la atención, pero a comienzos de los ’90, fue una pequeña revolución. Clinton era, en aquel entonces, un joven abogado, Gobernador de Arkansas, y se enfrentaba al poderoso George H. W. Bush, quien iba por su segundo mandato en la Casa Blanca. Lo que pasó después es historia. Clinton logró arrebatarle la residencia de 1600 Pennsylvania Avenue NW, gracias a una campaña en la que escenas como ésta, humanas, cercanas, distendidas, fueron pan de cada día. Así nacía, a comienzos de los ’90, el llamado “infotainment”, el hijo putativo entre la política y la farándula.

Casi 30 años más tarde, vemos con frialdad que la farándula comió a la política. No es que convivan en un mismo ecosistema, sino que es la farándula la que marca la pauta, y la política trata de subirse al carro. Como pueda. Incluso, a costa de apariciones que rayan en la humillación, como bien señaló el periodista y realizador Álvaro Díaz, en una archi-comentada entrevista en La Tercera. Díaz no puede ser más certero cuando señala: “Personajes que andan detrás de los votos y que hacen cola por aparecer en tu matinal y no les importa que los denigres. Son capaces de matarse por estar media hora en ese programa”. La dictadura del rating. La única forma de ganar conocimiento, porque —bien lo sabemos— la única forma de generar atención ante la opinión pública es estando en pantalla. Así de binario.

Comprendiendo esto, no nos debiera llamar la atención que hoy una de las figuras que más atracción política genere sea Pamela Jiles. Ella es una periodista que no sólo viene de la televisión, sino que además, supo “involucionar” del periodismo duro (Informe Especial) a los programas livianos tipo SQP o Primer Plano. Y lo hizo, justamente, porque no tiene nada de tonta. Comprendió que ahí no sólo estaban las lucas, sino que además el verdadero poder de la opinión pública, de las masas… sus nietitos.

En la misma vereda, no debiera sorprendernos tampoco que, según una reciente encuesta de Criteria, Julio César Rodríguez también figure como potencial candidato presidencial. Julio César se parece mucho a Pamela; ambos conocen la fuerza de generar un relato social, potente, con rabia, que haga mella en el electorado. Y a diferencia de Alejandro Guillier (un experimento que resultó mal, pero que ayudó a hacer “ensayo y error”) Jiles y Rodríguez vienen del mundo de los matinales, que son mucho menos empaquetados que los noticiarios. Este último sólo sabe leer noticias. Los primeros las generan.

La lección que podemos sacar es que el fenómeno que estamos presenciando, entonces, no es Pamela Jiles (cosa que tiene a muchos preocupados). Es la farándula. Lisa y llanamente, el farandulismo político. Es la Jiles acercándose a la cámara, en una solemne sesión de comisión de la Cámara de Diputados, y diciendo muy cerca del lente “te amo Coloma”, cuando aquel diputado UDI señaló que votaría a favor de su proyecto de retiro de las AFP. Pamela Jiles no está en una comisión de la Cámara. Está en un set de televisión. Y sabe cómo hablarle a su audiencia.

Julio César Rodríguez, Tonka Tomicic (quien literalmente echó de su programa a Hermógenes Pérez de Arce, por no compartir su visión política) y muchos otros están edificando la televisión del siglo XXI, la que lejos de ser “infotainment”, se está convirtiendo en un circo romano. Los rostros ponen la música, levantan los encuadres, enjuician y terminan fallando si el invitado es culpable o inocente. ¿Quién sale perdiendo, en este escenario? Por supuesto, la política, aquella disciplina que alguna vez fue un sano intercambio de opiniones, con la intención de construir el universo de lo público. Raquel Correa se debe estar revolcando en su tumba.

El futuro, lamentablemente, no es prometedor. La lógica del farandulismo político llegó para quedarse, y es casi imposible que abandone su estrado, al menos en el corto plazo. A los espectadores, por tanto, no nos queda mucho por hacer, salvo aquello que algunos comenzaron a decir cuando comenzó el estallido social, y que muchos no quisimos entender: “apaga la tele”. O al menos, cambia de canal.