Mi bebé es un negocio, farándula y exposición infantil en redes – Página 12

“Nosotros nos ilusionamos con volver a la escuela. Nosotros somos nenes y a los nenes nos gusta estar juntos. Por favor se lo pido, déjennos jugar”, escribió el coach empresarial y PhD José Isola, en una nota de La Nación titulada “Soy Joaco, tengo 9 años y estoy estresado, señor Presidente”.

Hay algo que produce un poquito de escozor cuando un adulto se apropia de la voz de un niño y la usa para hablar como si fuese uno, buscando construir, desde allí, un discurso político. Genera una tibia sensación de vergüenza ajena que los millenials categorizarían taxativamente de cringe, por su evidente desfasaje: ningún nene de nueve años, hoy, diría algo así como “el año pasado extrañé mucho a mis amiguitos”.

Hay otros ejemplos que también me parecen fascinantes y escabrosos. Y no estoy pensando, solamente, en el poema que escribió Esteban Bullrich desde la voz de un ¿feto? ¿Qué pasa cuando esos enunciados se elaboran alrededor de niños reales, en el campo minado de las redes sociales y bajo la pátina del glamour del mundo de las “celebrities” vernáculas? ¿Les suena? Me refiero a los famosos que les hacen perfiles de Instagram a sus nenes, que ya son baby influencers con millones de seguidores, canjes y cuentas oficiales. ¿Qué mundo infantil de fantasía quieren construir, mostrarnos y vendernos? ¿Si los chicos no fuesen rubios de ojos azules 100% europeos con 0% de genes marrones, sus cuentas serían tan populares? ¿Dónde queda la voz propia de esos chicos que, tal vez, no tienen las herramientas para conceptualizar lo que implica tener 5 millones de seguidores?

“¡Me encanta jugar con #BabyUnicorn, tiene un montón de sorpresas! Es mágico si le doy de comer su cuerno crece!”, “escribió” -nótese las comillas- Matilda, la hija de Luciana Salazar, en su Instagram, en una foto donde posa con un pony violeta. Tiene puesto en uniforme de su escuela y la imagen indica dónde fue tomada: “Chateau Libertador Residence”. Su perfil la describe como una “American girl living in Argentina” y una “#ItBaby”. Tiene 312 mil seguidores (el ministerio de salud tiene 563 mil) y solo sigue a una persona que es, justamente, la ex modelo. “¡Me encanta ir a Showmatch y jugar con Marcelo!”, “Hoy cumplo un año y medio, ¿qué rápido que crecí, no?”, “Miren como juego con mis primitos y digo gracias”, “Hoy acompañé a mami al Four Seasons”, “Jugando un ratito en Nordelta”, “¡Cómo disfruté este domingo de solcito!”, son algunas de las cosas que ¿comenta? Mati, en postales donde posa sonriente en escenarios que varían entre sets de televisión, escenografías de la revista Gente, su country, parques con el pasto impecablemente cortado y su piso sobre la avenida Libertador.

Marley y su hijo Mirko

Pero si hablamos de niños estrella hijos da famosos locales, no podemos dejar de pensar en Mirko, el bebé de Marley, que tiene 5,4 millones de seguidores y ya tiene una trayectoria ¿actoral? como protagonista de comerciales de pañales. Ojo, que la hija de Pampita no tiene ni un mes y le está pisando los talones en canjes de cochecitos. Pero volvamos al pequeño: no solo tiene más del doble de seguidores que Alberto Fernández y cinco veces más que Mauricio Macri, sino que también es un YouTuber con videos que superan los millones de views en su canal oficial, “Mirko Ok”, como uno en el que dice “no me rompan las pelotas”. “Mirko escuchó de casualidad en la tele una expresión que ahora repite y después se tentó como casi todos los días! Risa contagiosa!”, escribió Marley como descripción de este video, intitulado “Primeras malas palabras y tentada fuerte”.

Mirko es, en sí mismo, un fenómeno que arrasa en las redes sociales, un personaje que ya existe de forma autónoma: su cuenta es más que una subsidiaria de la de su padre. De hecho, esta nota podría haber sido solo sobre él, pero no quise dejar de lado a sus congéneres Matilda y a Dionisio, el hijo de Flavio Mendoza, que no tiene, aún, su propio perfil, pero que es la estrella del de su papá. Mirko tiene casi 100 mil suscriptores en su cuenta de Youtube, que se actualiza varias veces por semana: los últimos videos son de él cantándole el feliz cumpleaños a un perro y viendo elefantes marinos. En su perfil de Instagram, por otro lado, lo último que posteó son escenas de sus vacaciones en Usuahia, jugando con cachorros huskies y paseando en una aerosilla, aunque acá tampoco faltan los videos de él andando en su bici de madera en su country. “¡Snow! Happy”, “¡Guerra de nieve!”, “Armando mi muñeco de nieve”, “¡Viajé en tren por Usuhaia!”, “¡Ayer fui granadero y ayudé a San Martín!”, “relata” el nene en cada uno de sus posts, que podemos reproducir en nuestra cabeza no con su propia voz, sino con la de Marley, el autor de cada pie de foto.

Los tres (él, Dionisio y Matilde) son, como algunos perros de raza, de una genética seleccionada puramente blanca, nacidos de vientres subrogados. (Sin embargo, la mujer que puso el cuerpo para la gestación de Mirko, es negra). Son, ellos, la fantasía encarnada de niño argentino ideal, de la clase media aspiracional: carita de porcelana, ojos azules y pelo rubio, rubísimo: el bebé soñado de una población medio pelo neoliberal en decadencia, que se aferra al mito de que los argentinos bajaron de un barco y nada tienen que ver con la mugre autóctona y salvaje. Estos infantes son los protagonistas de un sueño menemista, sin presencia estatal: la plaza será la del country, el colegio será uno bilingue exclusivo, las vacaciones siempre serán en una playa privada. No hay rastros, aquí, de lo público.

Sin embargo, sus pretensiones rubias no llegan a la gloria del pedigree de los niños de las familias reales, como los del principado de Mónaco, o la de los hijos de los Cambridge. Los niños de la “realeza” televisa argentina usan sus perfiles para seguir facturando: de esta forma, sus papás escriben por ellos posteos de publicidades y canjes, donde los pequeños disfrutan de autitos y juguetes varios a los que, en tiempos de crisis y ajustes, solo otros bebés como ellos podrían aspirar.

Más allá del ensoñamiento ario que venden estos perfiles (como lo hacen, también, los de los hijos de famosos de otras latitudes), seguimos hablando de chicos. Chicos que apenas están aprendiendo a leer y a escribir y garabateando sus primeras palabras. ¿Le molestará a Matilde saber que Mirko tiene casi su misma edad y tiene diez veces más seguidores que ella? ¿Entenderá el hijo de Marley la dimensión de tener más seguidores que el mismo Presidente, y lo que implica esta exposición? ¿Sabe que también recibe comentarios negativos ? (El video de Mirko diciendo “malas palabras” recibió más de mil “pulgares abajo”).

Las redes sociales son un mundo hostil no apto para egos delicados: bloques de píxels que cimientan una imagen digital más poderosa que la que una misma puede, físicamente, construir; una máscara que proyecta y oculta nuestras luces y sombras de forma tan personal como nuestra propia firma. Una vidriera que nos permite exhibirle al mundo nuestra performance ideal, mientras que, por otro lado, nos lo cobra caro, mostrándonos las performances perfectas de todos los demás. Y todo esto ocurre en una nube abstracta. ¿Con qué herramientas cuentan los niños para acuerparse aquí? ¿Dónde está el derecho a la privacidad de ellxs, cuando cualquiera puede ver desde sus primeros pasos hasta la primera vez que dicen “no me rompas los huevos”?

Yo también tengo una fantasía: el día en que Matilde, en algún momento, quiera gestionar ella misma su propia página. Me la imagino diciéndole a su mamá, con una rabieta pre-púber: “¡Es mi cuenta, y yo acá hago lo que quiero!” Y basta de poesteos diciendo: “hoy fui a la plaza con mami”, “hoy jugué con mi tía, ¡estuvo re lindo!”. En algún momento, el propio crecimiento de los chicos va a generar un movimiento disruptivo y van a exigir el propio control de sus Instagram. Manejar la propia cuenta personal de uno implica, a su vez, la búsqueda de una voz y una curaduría del contenido que uno quiere mostrar. Sin embargo, elles ya tendrán contenido suyo dando vueltas por las redes, desde hace años. ¿Borrarán los registros, ya reproducidos hasta el infinito, de sus primeros paseos en bicicleta, de sus monerías en la plaza de juegos con piso de caucho; los videos de ellos balbuceando boludeces incomprensibles frente a cámara?

Conozco una niña que vive en un country, que todos los años vacaciona en Disney y que, durante mucho tiempo, creyó que todxs lxs niños vivían en countrys o veraneaban en Florida. ¿Creerán estos nenes influencers que es lo estándar tener una cuenta de Instagram con millones de followers?