Afganistán: Estados Unidos saca la daga – politicaexterior.com

La daga de la invasión deja marcas profundas en la sociedad afgana, pero el verdadero alcance de la herida solo estará claro cuando el vacío de la retirada de EEUU se haga visible.
HAMEED HAKIMI

Hameed Hakimi es investigador asociado en los programas de Asia-Pacífico y Europa en Chatham House. Este artículo es una versión ampliada y actualizada por el autor de un texto publicado en Chatham House. @hameedhakimi

 |  15 de agosto de 2021

En una conferencia celebrada en Kabul hace más de una década, un anciano afgano dijo algo que entonces parecía dramático, pero que con los años ha cobrado más sentido. Era del sur de Afganistán, popularmente llamado entre los occidentales “el corazón de los talibanes”. La familia del anciano había sufrido grandes pérdidas, tanto a manos de los talibanes como a consecuencia de las operaciones militares de Estados Unidos. “La invasión militar estadounidense de nuestro país [en 2001] fue como una puñalada”, dijo. “Sangras en el momento del impacto, pero la forma de sacar el cuchillo determina la gravedad de la herida y las posibilidades de sobrevivir”.

El destino de los afganos, ahora una nación de más de 35 millones de personas, ha estado inextricablemente ligado a la presencia militar estadounidense durante las últimas dos décadas. La transformación –tanto para bien como para mal– de la sociedad afgana tiene de alguna manera una conexión con los fenómenos de violencia y de privilegio que la invasión militar desató en el país. El 7 de octubre de 2001, casi un mes después de los atentados del 11-S, ­George W. Bush se dirigió a los estadounidenses confirmando el inicio de las operaciones militares dirigidas por EEUU en Afganistán. “Los talibanes pagarán un precio”, aseguró el presidente. También afirmó que “el pueblo oprimido de Afganistán conocerá la generosidad de EEUU y nuestros aliados”. Ese mensaje sobre los ataques estadounidenses estaba envuelto en promesas de suministros de alimentos y medicinas para los “hombres, mujeres y niños hambrientos” de Afganistán. “EEUU es amigo del pueblo afgano, y somos amigos de casi 1.000 millones de personas que practican la fe islámica en todo el mundo”, dijo Bush.

Sin embargo, y con independencia de la forma en que se nos ha presentado la “guerra contra el terror” desde aquel discurso, lo cierto es que las acciones de EEUU han impulsado la coacción, la violencia y la incertidumbre, impuestas a millones de personas corrientes. Los afganos, perpetuamente en el epicentro de esa guerra, siguen llevando sus cicatrices emocionales y físicas.

«Los recursos y el dinero externo han servido para financiar el neopatronazgo que ha lastrado las sucesivas administraciones afganas, alimentando asombrosos niveles de corrupción»

A finales de 2014, bajo la administración de Barack Obama, el grueso de las tropas de la OTAN lideradas por EEUU abandonó Afganistán. Su misión de combate se convirtió en una misión de apoyo, entrenando y asesorando a las fuerzas de seguridad afganas, al tiempo que mantenían un papel antiterrorista. Entre 2015 y 2020, mientras Washington esperaba que los talibanes acudieran a las negociaciones, decenas de miles de afganos murieron (y siguen muriendo). Las cifras incluyen a las fuerzas de seguridad afganas, a los civiles y también a los combatientes talibanes. Cuando estos y la administración de Donald Trump firmaron el Acuerdo de Doha en febrero de 2020, se les concedieron privilegios inmediatos, entre ellos el reconocimiento tácito como fuerza política. Las anteriores narrativas estadounidenses sobre los talibanes sintetizaban sistemáticamente el nombre del grupo con “terroristas” y Al Qaeda. En un periodo en el que el gobierno afgano y la sociedad civil tenían que alinearse con las opiniones condenatorias sobre los talibanes que propagaban las sucesivas administraciones estadounidenses, febrero de 2020 quedaba aún muy lejos.

En noviembre de 2001, la primera dama Laura Bush, en su discurso de Acción de Gracias, se centró en la difícil situación de las mujeres afganas. “Solo los terroristas y los talibanes prohíben la educación a las mujeres. Solo los terroristas y los talibanes amenazan con arrancar las uñas a las mujeres por llevarlas pintadas”, afirmó. Así, la “lucha contra el terrorismo” también se presentó como una “lucha por los derechos y la dignidad de las mujeres”. Mientras que en las capitales occidentales los cambios en la narrativa de la guerra en Afganistán no tuvieron consecuencias y se consideraron en gran medida “fatiga de los donantes”, los afganos han tenido que pagar costes monumentales ante el cambio de prioridades y tácticas de EEUU en Afganistán.

Hoy, al tiempo que los talibanes obtienen ganancias territoriales sin precedentes y se sienten envalentonados por la desordenada salida de una superpotencia frustrada de Afganistán, la pregunta que todos nos hacemos es ¿cómo afectará al país y a sus habitantes la retirada militar de la OTAN liderada por EEUU? La respuesta es corta: muy profundamente y en todos los sentidos. Ya podemos ver, desde la distancia, cómo se desarrollan las tragedias de la guerra para los afganos en la cobertura de los medios de comunicación y en nuestras pantallas. Me centraré en tres impactos potenciales de la retirada: la reducción de la ayuda, la disminución del interés político y diplomático, y la intensificación de una guerra subsidiaria en Afganistán por parte de los países de la región.

Menos recursos y más disputados

Desde 2001, como parte principal del conflicto en Afganistán, Washington ha contado con dos activos tangibles que refuerzan su influencia sobre el terreno: dinero y tropas. Según datos de la oficina del Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán, desde 2002 se han gastado en el país 144.000 millones de dólares del dinero de los contribuyentes estadounidenses en “ayuda y reconstrucción”. La mayor parte de la suma se ha destinado a la creación de nuevas instituciones del sector de la seguridad y al mantenimiento de las fuerzas de seguridad afganas, supuestamente para luchar en la “guerra contra el terrorismo”. Además, según “20 Years of War”, una investigación independiente del Watson Institute de la Universidad de Brown (EEUU), el departamento de Defensa y el de Estado gastaron 978.000 millones de dólares en la guerra de Afganistán entre octubre de 2001 y finales de 2019. De este enorme gasto, solo 36.000 millones han servido para apoyar la gobernanza y el desarrollo del país. Hoy, el gobierno y las instituciones afganas siguen dependiendo en gran medida de la ayuda exterior. Y esto seguirá siendo así aunque los talibanes tomen el poder, o formen parte de un futuro gobierno, a menos que este genere ingresos a través de una economía ilícita estable (por ejemplo, drogas y contrabando de todo tipo de bienes) o se apoye en nuevos mecenas como China o en una red de actores no estatales que se congreguen en Afganistán.

En 2018, las estimaciones del Banco Mundial mostraron que Afganistán obtuvo el 40% de su PIB de la ayuda internacional. Como es lógico, los afganos temen que la retirada de las tropas se traduzca también en una reducción de la financiación estadounidense, como ocurrió tras la retirada de tropas de 2014. Cualquier disminución sustancial de la ayuda será catastrófica para los frágiles sectores de la sanidad, la educación, la gobernanza local y otros, y tendrá un impacto directo en las vidas de los ciudadanos.

Y lo más inquietante: los recursos y el dinero externos han sido decisivos para financiar el neopatronazgo predominante que ha lastrado las sucesivas administraciones afganas en las dos últimas décadas. El patrocinio se ha convertido en una herramienta clave para gestionar (y convertir en armas) las lealtades divergentes de las élites, las discrepancias étnicas y los intereses locales. Este sistema de patronazgo de las élites es la base de los asombrosos niveles de corrupción; en 2020, Afganistán ocupaba el puesto 165 en el índice de Transparencia Internacional. Hay muchas razones por las que estadounidenses y europeos no se molestaron mucho en desbaratar el neopatrimonialismo; la principal, porque los mismos elementos apoyaban, aparentemente, los objetivos militares de EEUU en la guerra contra el terrorismo. La ausencia de ayuda financiera externa perturbará el sistema de patronazgo, sobre todo entre los elementos antitalibanes armados, y esto tendrá consecuencias imprevistas, ya que la fragmentación podría dar lugar a la competencia y la violencia en torno a los recursos que queden, aun reducidos.

El fin de la vía política

En segundo lugar, la retirada de las tropas podría conducir –por defecto– a una disminución de los compromisos políticos y diplomáticos de EEUU (y de otros países de la OTAN) para apoyar un acuerdo político entre los talibanes y el gobierno afgano. El anuncio del presidente Joe Biden de una retirada militar incondicional y total de Afganistán antes del 20 aniversario de los atentados del 11-S, en septiembre de 2021, no es una fuente de optimismo para quienes querían ver una retirada de las tropas estadounidenses “con condiciones”. Está claro que Washington quiere que la “guerra eterna” de EEUU llegue a su fin lo antes posible.

En ausencia del interés y la influencia estadounidenses en el proceso político, es muy probable que la actual ola de violencia entre los talibanes y el gobierno se intensifique, con consecuencias nefastas para la población civil. Afganistán, que ya es uno de los países de origen de los flujos de refugiados más prolongados del mundo, está experimentando niveles sin precedentes de desplazamientos internos y migraciones hacia el exterior, debido al conflicto y a los crecientes problemas socioeconómicos relacionados con el mismo.

En el horizonte, una guerra por delegación

En tercer lugar, una retirada militar desordenada allanará el camino para una guerra regional por delegación en territorio afgano. Pakistán, India, Irán, China, Rusia y los Estados árabes del golfo Pérsico podrían recurrir a la competencia militar a través de “clientes” indirectos dentro de Afganistán. El resultado será una guerra civil, y ninguna de las partes afganas –incluidos los talibanes– podrá imponerse a la situación. El vacío será también una incubadora para que los grupos extremistas violentos proliferen y se reagrupen. Este será el resultado más peligroso –aunque no inverosímil– de la retirada militar estadounidense.

Durante años, Afganistán se consideró un contexto probable en el que los rivales habituales –China, Rusia y EEUU– encontraban un punto de convergencia: todos consideraban que un Afganistán estable, después de 2001, favorecía sus intereses geoestratégicos y geopolíticos. Sin embargo, desde que la violencia y la incertidumbre se dispararon en el país, especialmente a partir de 2014, estos países –junto con los vecinos Irán y Pakistán– han dado muestras de volver a las tácticas, anteriores a 2001, de favorecer a sus respectivos apoderados afganos mientras intentan de manera simultánea “contener” los problemas de seguridad que emanan de Afganistán.

Los escenarios de “guerra por delegación” en Afganistán por parte de las potencias regionales y mundiales han sido siempre poco útiles para resolver el conflicto. Los esfuerzos actuales de los Estados de la “troika plus”, o de la “troika ampliada” (Rusia, EEUU, China y Pakistán), solo darán resultados positivos si los intereses divergentes entre los miembros de estos grupos en relación con Afganistán, y sus políticas contrapuestas, pueden alinearse para ayudar al proceso de paz entre las partes afganas del conflicto.

«Moscú teme que los problemas de seguridad y los relacionados con las milicias en Afganistán se extiendan a Asia Central y Rusia»

A pesar de la preocupación en Pekín por los éxitos militares de un grupo islamista que podría inspirar a algunas minorías musulmanas dentro de China, se espera que la República Popular apoye la política de profundidad estratégica de Pakistán en Afganistán mediante el apoyo de Islamabad a los talibanes. En primer lugar, Pakistán quiere asegurarse de que el papel y la presencia de India en Afganistán se reduzcan al mínimo, y que cualquier administración en Kabul sea amistosa con Islamabad. La visita a Pekín en julio de los dirigentes de la Oficina de Doha de los talibanes forma parte de estos acercamientos.

Moscú, por su parte, teme que los problemas de seguridad y los relacionados con las milicias de Afganistán se extiendan a Asia Central y, posteriormente, a Rusia. Asimismo, en el Kremlin también existe un fuerte sentimiento de escepticismo frente a la política estadounidense de desentendimiento, por considerar que su objetivo principal es desestabilizar la vecindad de Rusia y sus intereses en la región.

La administración de Biden justificará internamente la retirada militar de Afganistán como necesaria, poniendo fin a lo que muchos estadounidenses consideran cada vez más la “guerra eterna” de EEUU. El coste colosal previsto en las vidas de los civiles afganos se presentará como la consecuencia “no intencionada” de la acción de EEUU, incluso cuando muchas voces (incluso dentro del país) advirtieron, reiteradamente, contra una retirada incondicional de las tropas estadounidenses y de la OTAN antes de que los talibanes y el gobierno afgano alcanzaran un acuerdo político. Sin embargo, la pregunta más apremiante y de mayor envergadura sigue siendo: ¿podrá una superpotencia como EEUU contenerse de emprender otra aventura militar en Afganistán si sus intereses geopolíticos y de otro tipo se ven desafiados por potencias rivales como Rusia y China?

Sea cual sea el resultado de las acciones de EEUU, una cosa está clara: al igual que la decisión de invadir Afganistán en 2001 no tuvo nada que ver con las vidas afganas, los tres últimos presidentes estadounidenses han cambiado el rumbo militar de la intervención sin tener en cuenta a los afganos. Para millones de ellos que depositaron su confianza en la superpotencia, el sentimiento de abandono es palpable.

Al final, la daga de la invasión militar ha dejado marcas más profundas, pero el verdadero alcance de la herida solo estará claro cuando el vacío posterior a la retirada militar se haga visible a partir de septiembre. La atroz violencia actual en todo Afganistán no es un buen presagio para quienes se preocupan por las vidas de los civiles y desearían ver el fin de la miseria en la que viven los afganos desde hace más de cuatro décadas.